03 de desembre 2008

Geografía(s)

De pequeña tuve un hogar y dos residencias: crecí frente al mar, corrí en el campo y maduré entre nieblas. No me faltó compañía al lado de mis hermanas y mis amigos no escogidos. Tampoco me faltó la libertad de los paseos en bicicleta a orillas del Mediterráneo o por los alrededores de Can Roure, a los pies de les Guilleries. Saboreé la soledad en los pasillos de la calle Sant Pere, sin llaves al Cielo y con auténtico fervor cristiano.
Qué lejos quedan de aquí los relicarios y la palma, los papus y la imaginería, las estampas y el retablo de la Última Cena que presidía el comedor donde Abuelito siempre cenaba antes que el resto. En Vic, el frío de la noche se colaba por las ventanas empañadas de vaho e impregnaba el candor de l'àvia que tenía la costumbre de recitar una oración, siempre la misma, antes de apagar la luz sin explicar ningún cuento ni arroparnos. En Vilassar, de esto último se ocupaba la mare; los cuentos surgían en el ambiente pre-REM de la habitación: Anna tejía un argumento al que pronto Paula añadía nuevas madejas; yo imaginaba el tapiz final y lo tejía de nuevo un rato después, cuando un baile de sombras y voces lejanas distraían mi sueño.
Es cierto, de pequeña tuve dos patrias y dos tiempos: el hogar familiar y la residencia de fin de semana, que sólo lo era en invierno, ya que en verano llegaba la utopía: Can Roure. Siempre he convivido con la contraposición de un espacio cerrado, el de la calle Sant Pere, y el de un espacio virgen de intención, la ligereza del campo y sus tareas domésticas: ir a buscar la leche y hervirla en la cocina de la masia, lugar de reunión de las famílias, rescatar los huevos puestos durante la noche por unas gallinas un tanto revoltosas, cuidar de Sandi, el perro, preparar confitura, arreglar las porqueres... Y leer, leer y pasar largos ratos escribiendo alguna que otra carta por prescripción facultativa de mi padre, que pronto nos inculcó la costumbre de mantener correspondencia para agilizar la escritura.
De vez en cuando, una visita a Vic: helado a Plaça y compras fugaces que terminaban en la Casa Gran para ver a las tías y a mis abuelos. Entonces las tres aprovechábamos algún despiste para marcarnos un juego entre las bambalinas de un escenario de tiempo detenido. La casa de la calle Sant Pere no ofrecía las distracciones de Can Roure; pero todavía recuerdo divertidos pasajes de una comedia de enredos en la que les filles del mestre debían eludir, sin conseguirlo, la presencia espieta de las tías, que custodiaban, según cuenta la leyenda, un tesoro escondido por l'oncle Tomás antes de su partida a la guerra. 
¡Cuánto afán conservador el de aquella casa! Mis tías cuidaban sigilosamente de la Casa Gran; mantenían intacta la peluquería que en otros tiempos fue negocio familiar, también el mostrador de la perfumería, donde frascos rancios de colonia barata compartían estantes con los pinceles y disolventes de mi primo, artista póstumo de tauromaquias imposibles. ¡Y cómo se despreciaban este tipo de manifestaciones artísticas! Y es que, ¿cómo comprender un arte abstracto de sangre y pureza españolas? Entonces, mis catalanísimas tías exclamaban al unísono:“¡Per Déu, aquesta no és la nostra tradició!” Y cantaban las excelencias de Mossèn Cinto Verdaguer y Pere Quart -cuyo nieto salía por aquel entonces con mi prima Ariadna-, sin olvidarse nunca del Molt Honorable President de la Generalitat de Catalunya, Jordi Pujol, a quien la Tieta Ani dedicaba cada 23 de abril un poema. Y es curioso, hablaban de una tradición sin libros, porque en la Casa Gran no había libros, sólo algún que otro recopilatorio de vidas de santos, la Biblia y el folletín dominical; eso era todo.
Mis tías... mis tías eran espectros, presencias fantasmales que recorrían a tientas la Casa Gran: siempre prohibiendo y regañando, siempre ahogando nuestro ímpetu explorador, abortando cualquier ansia dicharachera. Sin embargo, sucedió que un día me rebelé de tantas prohibiciones: despisté la vigilancia de mis tías y en cuatro zancadas subí las escaleras que conducían al desván. Quedé anonadada ante tanto trasto viejo: montones de zapatos, bahúles polvorientos, juguetes rotos, cristos en la cruz y vírgenes hieráticas aguardaban el mejor de los hallazgos. Y allí en medio estaba él: mi Santo Grial particular. “Andabas siempre con el taburete de un lado para otro de la casa” recuerda aún mi padre, como si estas palabras pusieran en movimiento la imagen de una niña mocosa que, pegada a un taburete a modo de andador, recorre de nuevo los pasillos de la casa de la calle Sant Pere. 
 
Ha pasado una década desde que todo esto caducó definitivamente; primero llegó el abandono forzado de Can Roure -por disolución de la comuna-, después el expolio de la Casa Gran y finalmente, la muerte de mis abuelos y el inicio de una despedida constante. De pequeña hallé un objeto fetiche en el desván de la Casa Gran: el taburete desde donde, por fin sentada, describo este cuadro costumbrista: el mar disuelve hoy la neblina de les Guilleries.